Su mirada ya no expresaba emoción más allá del hastío.
El pánico, la desesperación, y el desgarro interno, habían desaparecido de un plumazo, en el momento en el que había comprendido la realidad. Como si alguien, quizá incluso él mismo, hubiera reventado la burbuja en la que era posible que aquello no estuviera pasando.
Hastío, pero también un deje de determinación. Que aún incluso en el lugar más decadente de la tierra, se le recordara con un mínimo de dignidad.
A medida que caminaba, entre las celdas contiguas a la suya, se clavaban en él miradas. Algunas, desafiantes, mas, sin embargo, la gran mayoría de desolación. Como si la persona que atravesase en aquellos momentos los pasillos, fuera casi un hermano. Y de hecho, allí dentro lo era.
Cuando el reo paró frente a la puerta, uno de los gorilas de uniforme la abrió, y, como si de una coreografía previamente ensayada por las tres figuras se tratase, entraron, en un estricto orden, uno por uno, dejando al condenado en medio. Como si, aún a aquellas alturas, fuera posible escapar de la inminencia.
La sala en cuestión, circular, y con las mismas paredes mohosas que los pasillos, estaba únicamente iluminada por un pésimo fluorescente, y frente a la silla, se hallaba una cristalera, que, insonorizada, al menos en parte, dejaba ver una antesala, destinada a los espectadores de tan horrible espectáculo.
Como si de una presentación teatral se tratase; casi como si se introdujese a un aspirante a persona de entretenimiento, alguien voceó una serie de números que allí dentro habían pasado a sustituir lo que algún día fue su nombre. A aquello había quedado reducido, después de todo. Números.
Uno de los gorilas le acompañó hasta la silla, ayudándole, casi con camaradería, a sentarse sobre el frío metal, y comenzó a abrochar los goznes que sujetarían sus extremidades. El reo contempló frente a él, sólo separado por el cristal, más de una decena de caras, que mantenían la mirada clavada en la suya. Patéticamente, ni tan siquiera una le fue conocida.
Cuando el hombre de dimensiones exageradas terminó de atarle de brazos y piernas a la silla, la burbuja que creía explotada, donde se había conservado todo el pánico que parecía desaparecido, volvió a formarse en su interior. Pegó tirones con sendos brazos y piernas, quedando comprobado cómo las ataduras eran perfectamente eficaces, y echó un rápido y desesperado vistazo a su alrededor, en el momento en el que alguien desde detrás cubría su cabeza, dejándole en semi penumbra.
Varios días atrás, alguien, que le había explicado los procedimientos a seguir con cautela, como quien sigue las indicaciones de un prospecto, le contó que habían de cubrir su cara, debido a que las descargas tienden a deformarla, y la posibilidad que existía de que se mordiera la lengua, hasta hacerla sangrar. Y todo aquello se lo contó, al condenado, con una pasividad digna de alguien cuyo trabajo no supone un esfuerzo en lo más absoluto.
El reo, que había escuchado al hombre casi con desdén, recordaba en aquel momento sus palabras de manera palpitante, casi estridente. Una voz desde detrás comenzó a leer uno por uno los crímenes por los que se le condenaba, y la condena acaecida, mientas el otro cerraba con firmeza alrededor de su cuello la bolsa de tela que cubría su rostro.
Y en aquel momento, el reo se sintió más indefenso que nunca. Como un león acechado por otros de su misma especie, por el simple hecho de haber salido a cazar solo.
Y sin previo aviso, (o quizá con él, el condenado jamás llegaría a saberlo), sintió una sacudida, la sensación más violenta que el reo, ahora conocido por una simple sucesión de números, hubiera experimentado a lo largo de toda su vida.
Su cuerpo, estremecido, se inundó a la vez de un calor desgarrador, y un frío lacerante, distinto a cualquier sensación experimentada con anterioridad. Las descargas, directamente sobre su columna, agarrotaban sus músculos, hasta fragmentarlos, y comprimían sus huesos, en tensión.
Y sin embargo, el tiempo pareció ralentizarse mientras su cuerpo se sacudía con violencia, únicamente frenado por las ataduras que le mantenían sujeto a la silla.
Y entonces pensó, con más lucidez que nunca, en la hipocresía de aquel acto, y lo gracioso de su situación.
Y el reo, mientras aún convulsionaba sobre la silla, rió. Estalló en carcajadas silenciosas, que le desgarraban la garganta, aún incluso cuando los dos policías, dándole ya por muerto, desataron su cuerpo, y se le llevaron en camilla. Aún incluso entonces, el condenado continuó riéndose, mientras, a través de la triste tela que cubría su cara, veía pasar, uno tras otro, los fluorescentes del techo, de aquel pasillo mohoso.